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Felipillos, cipayos y lacayos de hoy
Por: Hugo Guerra
Publicado El Comercio
Sábado 26 de Febrero del 2011
Tras la revelación de los últimos cables de Wikileaks resulta vergonzoso comprobar que las elecciones generales en el Perú tienen como uno de sus elementos centrales el debate sobre la pleitesía que ciertos políticos le rinden a la embajada estadounidense.
Vergüenza, porque el principal reto de los peruanos es luchar por la autodeterminación nacional desde adentro. Es decir con nuestros argumentos, nuestras fuerzas y cautelando, por sobre todo, nuestros sagrados intereses nacionales.
El drama de la aborrecible subordinación mental viene, lamentablemente, de siglos. El hito nefasto lo marcó Felipillo, un nativo de la isla de Puná, que a mediados del siglo XVI sirvió de intérprete a Francisco Pizarro, Hernando de Soto y Diego de Almagro. Según diversos autores, habría sido un gran traidor de propios y extraños, al punto de contribuir a la muerte de Atahualpa y conspirar contra los almagristas, intentando confrontar a araucanos con españoles.
Durante la Colonia gran parte de la tragedia nacional estuvo ligada, precisamente, a la incapacidad de reorganizar a las etnias aborígenes para enfrentar ciertos desvaríos de la metrópoli hispana.
En la gesta independentista el debate de los próceres sobre la nueva república giró también en torno al nacionalismo frente a la subordinación ante los dictados políticos, culturales e ideológicos de la corona europea.
Durante la infausta Guerra del Pacífico muchos amargos incidentes, que en parte explican la derrota final, estuvieron vinculados, precisamente, a la pleitesía rendida por ciertos traidores a otras potencias, que acechaban tras bambalinas.
En el primer tercio del siglo XX Belaunde, Riva Agüero, Haya de la Torre y Mariátegui, más allá de sus específicos enfoques ideológicos, coincidieron en que la peruanidad debe construirse a partir de nuestras contradicciones, aceptando la impronta de la universalidad del devenir como país soberano, pero sin tolerar la intervención extranjera venga de donde venga.
El gran Basadre, en “La promesa de la vida peruana”, fue, finalmente, muy preciso al sostener que “la reverencia sumisa a Europa que ha primado le infundió [al peruano] la amargura de ser americano, de pertenecer a una tierra que se hallaba muy lejos de constituir un centro de la civilización”. Frente a eso propuso que el Perú necesita: “Primero, un afianzamiento de la conciencia nacional contra los latentes peligros en todas sus fronteras. Segundo, un plan sencillo y realizable de mejoramiento biológico, sanitario, económico y cultural de su elemento humano. Y, tercero, un creciente dominio y utilización de su medio geográfico”.
Durante algunos regímenes solo formalmente democráticos, como el de Leguía, la intervención extranjera resultó predominante. Un caso patético fue el encarcelamiento de Mariátegui en 1929 por las presiones del entonces embajador estadounidense Alexander Moore y el gerente general de la Cerro de Pasco Copper Co., Harold Kingsmill, quienes ridículamente acusaban al maestro de ser parte de “un complot judío-comunista”.
En plena Guerra Fría, Velasco Alvarado pretextó su golpe de Estado en el nacionalismo, pero traicionó al Perú al convertirse en obsecuente del castrismo. Y en los años 70, cuando la izquierda marxista empezó a utilizar el término ‘cipayo’ (derivado del soldado nativo de la India bajo el dominio británico) para referirse a quienes se comprometían con los intereses del imperialismo estadounidense, desde las corrientes liberales calificamos de ‘lacayos’ (sirvientes de baja ralea) a aquellos que, correlativamente, se alineaban con el imperialismo soviético.
Hoy, en la aldea global, no es un problema ético o político hablar con diplomáticos de cualquier nacionalidad. Sería necio pretender la autarquía y no aceptar la cooperación internacional en condiciones soberanas, e incluso es natural vincularse con los estadounidenses dada su condición de potencia hegemónica. Pero es torpe y traidor pedir asistencia para enfrentar a contendores políticos peruanos.
Específicamente en el caso de Ollanta Humala, aunque guardo el mayor respeto por su persona, durante la campaña electoral del 2006 critiqué duramente sus planteamientos, así como también publiqué contra el fujimorato entre 1992 y el 2000. Pero oponerse con las ideas, y hasta salir a las calles para defender la democracia, no justifica buscar a extranjeros para solucionar el futuro político de nuestra patria. Para decirlo sin rodeos, entre peruanos o nos amamos o nos entrematamos, pero estamos obligados a hacerlo solo entre nosotros.
La responsabilidad no es, pues, de yanquis, europeos, chinos o rusos. Y, por lo mismo, así como es repudiable lo revelado por la filtración de los cables de Wikileaks, justo es pedirle al señor Humala, de peruano a peruano, que de una vez por todas deslinde con el chavismo venezolano y aclare su sorprendente y grave apoyo al régimen genocida de Gadafi.
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